Blanco y negro

Los resortes de la curiosidad lectora

Hay muchas formas de fomentar la lectura y creo que la que acabamos de escuchar ahora es una de ellas. No fui estudiante de la secundaria aludida aquí y no sé qué tan efectivo resulte que una profesora le diga a un alumno algo incomprensible que le será revelado sólo mediante la consulta de un diccionario o una búsqueda más rápida y efectiva en Google, lo que sí tengo claro es que la secundaria es una etapa que coincide con la rebeldía adolescente. Como todos esos pobres chicos a los que se refiere la promotora, yo odiaba leer y sobre todo los libros que estaban ligados a las materias obligatorias. Mi maestra de español de tercero de secundaria con base en una extraña clasificación fisonómica dividía entre quienes nos veíamos más chicos y quienes se veían más grandes y bajo ese parámetro escogió lecturas apropiadas para los chaparros y los altos.

Por alguna razón perdida en la memoria, recuerdo que los títulos de los altos me resultaron mucho más interesantes. A mí me tocó El principito y a mi compañero de banca le tocó La tumba de José Agustín. Evité confesar que ya había leído El principito por lo que no tuve problema en la evaluación, pero al llegar a mi casa le conté a mi mamá si podía leer el libro proscrito por la maestra, creo que se sintió un poco incómoda, pero buscó La tumba en un estante y lo puso sobre mis manos.

Sería mentira decir que a partir de ese momento me hice lector, no, había un estado germinal que venía desde la infancia, cuando mi madre amorosamente leía todas las noches un fragmento de un libro para mí mientras quedaba profundamente dormida en un sillón hasta que acudía mi padre para llevársela a la habitación que compartían. Lo que hicieron la maestra de español, sin proponérselo, y mi madre como ya he comentado, fue activar poderosamente ese estado germinal que no ha dejado de rendir frutos.

 

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